Y cuando termina la temporada de bodas, o se hace uno un huequito tipo oasis a mitad, carretera y manta y a viajar. Que hay que descansar dando caminatas, hay que desconectar del personaje «fotógrafa de bodas» y alimentar un poco la creatividad y el alma con escenarios nuevos, colores nuevos. Hay que asombrarse.
Gente nueva, olores nuevos, sabores, una luz diferente. Ganas de conocer, de saber, de que todo quede congelado en la retina. Ganas, siempre de volver.
Cuando uno se va de viaje puede jugar a ser una persona diferente. Más, menos cosmopolita, un lugareño de la ciudad que visita, alguien que descubre y juega a ser el Shackelton de barrio que siempre quiso ser. Así, nos fuimos de escapada a Bruselas a ver a mi amiga Nieves, que por esos días andaba viviendo por allí, y explorar la ciudad aconsejados por ella. Así, comimos en un vegetariano espectacular en una calleja frente a un anticuario viejo-moderno. No sé si babeo más recordando los platos alucinantes que probamos o por las cosas que había en el escaparate de aquel anticuario. Recuerdo un paseo largo que acabó en un café donde un improvisado grupo de músicos se divertía practicando. Allí conocí a Abdulazez, un refugiado Sirio de 17 años amante de la fotografía y que con mucho esfuerzo y tesón logró la residencia, estudios y ahora se dedica a terminar la carrera y exponer sus fotos aquí y allá. Fotografías sobre la guerra, sobre la huída y el horror, pero también sobre la esperanza. Ese ojo capturaba mucha belleza.
En otro paseo quisimos coger un tren, nos equivocamos de andén y acabamos donde no era. No hay problema, siempre podemos esperar al tren que nos ponga en la dirección correcta comiendo un gofre con el chocolate más engordante y delicioso del mundo. En ese destino-dentro-del-destino descubrimos un lago con patos, que comer de picnic en el parque era mucho mejor que buscar un restaurante, que beber vino tinto a morro de la botella tiene su gracia y un glamour alternativo que, oye, pues mira. Mi aversión a la cerveza quedó subsanada con la kriek, una cerveza ácida con sabor a cereza que a los cerveceros de verdad les horrorizará pero a mí me apañó la mar de bien. Ir, venir, experimentar, dejarse llevar, no tener vergüenza, que la curiosidad lo haga todo.
Las tumbonas que el ayuntamiento tiene puestas en las plazas y en la ribera del río para que la gente tome el sol y se relacione, las patatas fritas del demonio que son droga pura, la cantidad de gente diferente, de diferentes nacionalidades, sensibilidades, costumbres… Una ciudad que fue próspera en plena decadencia, ese aspecto mágico que dan el polvo y la vejez, esa cosa romántica. Diferente, la mayoría de las veces, quiere decir «interesante».
Quiero perderme de nuevo y tener otra excusa para pedirme un gofre de manzana y chocolate.